Los aztecas tenÃan su propia teorÃa sobre el origen del universo. Se supone que habÃan existido cuatro eras anteriores—la del fuego, la del agua, la del viento, y la de la tierra. Cada sol habÃa sido destruido según estas fuerzas naturales. Entonces, el quinto sol no tenÃa una fuerza natural que reviviera la vida en este planeta. Cuando todos los dioses existentes se dieron cuenta de que si no hicieran nada se perderÃa la vida, empezaron a buscar una forma distinta de darle la vida al mundo. Ese busque inició la era del quinto sol—el sol del movimiento. Fue cuando reunieron todos los dioses en la cuidad de Teotihuacan a decidir que se iba a sacrificar su vida por la vida de los habitantes; darle el soplo de vino a este mundo y a este sol. Llegaron a un acuerdo de que dos de los dioses participarÃan en ese ritual de sacrificio. Uno era Tekukistekatl, el prÃncipe de los caracoles—un dios magnÃfico, antiguo, gallardo. A él se le consideraba el dios de la hermosura. El otro se llamaba Nanahuatzin, el cual significaba el enfermo. Nanahuatzin era deforme y malcarado—un victima de parálisis facial.
Cuarenta dÃas antes del sacrificio, Tekukistekatl se pulsaba la piel con espinas de oro. Ofrendaba en los braseros del mejor copal refinado, del mejor aroma, y de las mejores hierbas. Al cambio, Nanahuatzin se picaba con espinas de maguey y ocupaba el hule; una ofrenda poco olorosa. Por lo tanto, la ofrenda de Nanahuatzin era más precaria, más pequeña, pero de un valor sentimental mayor.
Al llegar el dÃa cuarenta, todos los dioses se juntaron en la cuidad donde estaban las pirámides gigantes. AhÃ, hicieron una hoguera enorme—de kilómetros se lo veÃa. En esa hoguera iba a arrojar uno de los dos dioses con el fin de convertirse en el quinto sol—uno solamente. SerÃa su recompensa por ofrecerse la vida. Primero, le dieron el honor a Tekukistekatl. Él lo intentó tres veces, pero no tenÃa el coraje para tirarse al fuego. Entonces, los dioses le dieron el favor a Nanahuatzin. Sin pensarlo, Nanahuatzin empezó a correr y se arrojó en la hoguera. Y cuando las llamas se acabaron de consumir todo su cuerpo, surgió el gran sol en el este. Simultáneamente, por haber sido cobarde, Tekukistekatl se aventó a la hoguera y salió de otro sol detrás de Nanahuatzin. Sin embargo, los dioses decidieron que Tekukistekatl, porque no habÃa tenido en valor inicial, no tenÃa el derecho de brillar tanto como el primer sol. Entonces, los dioses le aventaron un conejo a la cara del segundo sol, y por lo tanto, éste se volvió la luna. Por eso todos veÃan un conejo en la luna, porque eso es lo que le tapaba la cara. Por la audacia de Nanahuatzin, y la debilidad de Tekukistekatl, el sol brillaba más que la luna.
Cuarenta dÃas antes del sacrificio, Tekukistekatl se pulsaba la piel con espinas de oro. Ofrendaba en los braseros del mejor copal refinado, del mejor aroma, y de las mejores hierbas. Al cambio, Nanahuatzin se picaba con espinas de maguey y ocupaba el hule; una ofrenda poco olorosa. Por lo tanto, la ofrenda de Nanahuatzin era más precaria, más pequeña, pero de un valor sentimental mayor.
Al llegar el dÃa cuarenta, todos los dioses se juntaron en la cuidad donde estaban las pirámides gigantes. AhÃ, hicieron una hoguera enorme—de kilómetros se lo veÃa. En esa hoguera iba a arrojar uno de los dos dioses con el fin de convertirse en el quinto sol—uno solamente. SerÃa su recompensa por ofrecerse la vida. Primero, le dieron el honor a Tekukistekatl. Él lo intentó tres veces, pero no tenÃa el coraje para tirarse al fuego. Entonces, los dioses le dieron el favor a Nanahuatzin. Sin pensarlo, Nanahuatzin empezó a correr y se arrojó en la hoguera. Y cuando las llamas se acabaron de consumir todo su cuerpo, surgió el gran sol en el este. Simultáneamente, por haber sido cobarde, Tekukistekatl se aventó a la hoguera y salió de otro sol detrás de Nanahuatzin. Sin embargo, los dioses decidieron que Tekukistekatl, porque no habÃa tenido en valor inicial, no tenÃa el derecho de brillar tanto como el primer sol. Entonces, los dioses le aventaron un conejo a la cara del segundo sol, y por lo tanto, éste se volvió la luna. Por eso todos veÃan un conejo en la luna, porque eso es lo que le tapaba la cara. Por la audacia de Nanahuatzin, y la debilidad de Tekukistekatl, el sol brillaba más que la luna.
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